No sé si alguna vez le pasó: eso de estar en la sala principal del Teatro Solís cuando un espectáculo termina. Eso que pasa justo cuando las luces se apagan pero aún no se baja el telón. Eso que solo sucede cuando hay un artista sobre el escenario y la platea está repleta. No sé si alguna vez le pasó. Estoy hablando de una sensación física: lo que ocurre primero en las manos y recorre, como una electricidad, el resto del cuerpo cuando 1.145 personas aplauden, juntas, a los pies de ese escenario. Se trata, quizás, de un acontecimiento: algo que pasa y lo cambia todo. Porque después de ese aplauso hay algo que se modifica, que ya no vuelve a ser igual. De eso, quizás, se trate el arte.
Pero hay otra experiencia, que es tan igual y a la vez tan distinta. Sucede cuando una se
enfrenta a la sala grande del Solís absolutamente vacía, iluminada y en silencio. Entonces hay algo que se devela: como si hubiese, allí, un sentido oculto que solo se puede apreciar si se lo observa completamente desnudo, como si los bordes de las cosas se borraran y todo cayera por su propio peso, como si descendiese, sobre todas las cosas, la historia entera de un teatro que tiene 165 años.
Si alguna vez puede entrar a la sala del Solís cuando no haya nada ni nadie, entonces, haga la prueba: párese delante de todo, a los pies del escenario y mire hacia la platea. Empiece desde abajo y recorra con la mirada cada lugar hasta llegar al plafón y un poco más allá, a la araña. Después haga lo mismo hacia los costados, de izquierda a derecha y viceversa. Y después intente mirarlo todo, como si quisiera quedarse con esa imagen bien adentro. Y después sienta que eso también es un acontecimiento: una sensación que no se parece a ninguna otra.
El Teatro Solís puede ser muchas cosas dependiendo desde dónde y cómo se lo mire: si desde afuera o desde adentro, desde la sala principal o desde la Zavala Muniz, desde el hall o desde un pasillo, desde un camarín o desde una escalera, desde una terraza o desde el piso más alto. Algunos de esos espacios no están abiertos al público. Se trata de los lugares en los que todo se pone en marcha: los que hacen que empiece la función.
Arriba y abajo.
Es el piso siete y está a 22 metros de altura: un espacio enorme que ocupa toda la superficie del escenario y que tiene un piso de hierro cuadriculado por el que se puede ver lo que está pasando más abajo, en escena. Para caminar por allí hay que ir esquivando varillas, agachándose o cambiando de dirección, como si fuese un campo minado.
Esa, explica Paula Kolenc directora técnica del Teatro Solís, es la parrilla técnica, el lugar donde están los sistemas de motores que bajan y suben telones y bambalinas o escenografías que requieran de cambios drásticos, como en la ópera o en el ballet. Debajo hay seis puentes más que son similares en su estructura: espacios amplios con pisos calados. Son sitios inaccesibles. Nadie anda por allí, salvo para revisar que todo esté en orden, salvo en ocasiones especiales.
Debajo del escenario hay un mundo similar: un lugar al que llegan cientos y cientos de cables de audio o de iluminación que vienen desde arriba y van a parar aún más abajo, a una sala que es la que regula la intensidad de los focos
Este lugar es un sitio inentendible para cualquier persona que no sea Paula o alguien que lo habite. Es, sin embargo, más o menos así: el techo es el escenario y está formado por “cuadrados” de 1,16 por 1,14 metros que se pueden levantar uno a uno para que, por ejemplo, suba una persona o suba algo de la escenografía. “Es un sistema complejo, pero da distintas posibilidades, para desarmarlo hay que hacerlo de forma manual”, explica Paula.
En el medio de esos dos lugares – la parrilla técnica y debajo del escenario- hay un mundo que tardaremos más de dos horas en conocer.
Archivo.
Es un miércoles a mediados de marzo a media tarde y Juan Fontes, asistente de sala y encargado de atención al público, decide empezar el recorrido por el teatro de abajo hacia arriba. Primero la sala de exposiciones Estela Medina, que habitualmente el público puede conocer. Allí hay, detrás de una vitrina de vidrio, una parte de los cimientos originales del teatro.
Desde allí vamos al Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas (Ciddae) que contiene todo el acervo del teatro.
El archivo forma parte de “Memoria del Mundo”, un programa de la Unesco. “Hasta 2013, que fue cuando nos integramos”, explica Marcelo Sienra, encargado del Ciddae, “nuestro archivo era el único de un teatro en formar parte del programa”. Allí está todo registrado: lo que sucede en el Solís queda guardado en el Ciddae.
Aquí, en el piso menos uno, desde donde se ven las paredes originales del teatro, el ambiente es húmedo. Hay, además, algunas oficinas. En una pared cuelga un retrato de Federico García Lorca que tiene, sobre el rostro, anotaciones de números y cálculos. No se sabe qué son esos símbolos. El cuadro está allí porque alguna vez lo llevó el actor Juan Jones: es de la época en la que estudiaba con Margarita Xirgu.
En los pasillos internos del Teatro Solís siempre hay silencio. Hay escaleras que funcionan como unos laberintos blancos con escalones grises y barandas de hierro que conectan un piso con otro, un espacio con otro. Después de atravesar una de ellas estamos, de pronto, en la sala Delmira Agustini, que aún tiene unas sillas negras perfectamente ordenadas. Es que esta mañana la Comedia Nacional presentó allí su programación para 2022.
“Igual no es la sala lo que quería mostrarte”, dice Juan. Abre una puerta y salimos a una de las terrazas, la terraza de la Delmira. Desde aquí todo se ve distinto: la fachada -tan cercana- las arañas de la entrada principal del teatro, el piso en damero (similar a un tablero de ajedrez). Todo tiene, desde esta terraza sobre la que ahora, a las cuatro de la tarde el sol cae con toda su fuerza, otro color, otra forma.
Vestuario.
Marcelo de los Santos trabaja en el teatro desde 2004 y actualmente es vestuarista
de la Comedia Nacional. Después de subir y bajar escaleras y de atravesar la sala, nos lleva a un ascensor que está oculto sobre el extremo derecho del escenario. En el interior tiene unas luces violetas medio azuladas. Es, explica Marcelo, para que cuando hay función la luz blanca e intensa de los ascensores no interfiera en lo que está pasando en el escenario.
De allí salimos a la parrilla y pasamos por un pasillo angosto y oscuro. Y entonces, lo que
aparece es el lugar más escondido del teatro y es un lugar increíble, de una belleza vetusta: se trata de un piso de cemento que está construido sobre toda la superficie de la sala principal del Solís, con unas paredes de ladrillo que terminan en un techo en punta y que, en uno de los extremos, tiene una ventana que sale a otra terraza. Es un lugar caliente. El calor se siente con
fuerza.
Aquí, ocupando todo el espacio, distribuidas en percheros, hay más de 8.500 prendas del vestuario que, desde sus inicios, ha utilizado la Comedia Nacional. La pieza más antigua es de 1948 – el elenco se fundó en 1947- . Hay vestuario de Romeo y Julieta de 1950 y de Macbeth de 1954. Hay prendas utilizadas por Estela Medina y por Levón, por Estela Castro y por Nelly Antúnez y por Enrique Guarnero y por Jorge Bolani. Hay, también, separadas en un perchero, prendas utilizadas por China Zorrilla: una camisa, por ejemplo, que es una de las primeras prendas que utilizó China como parte del elenco, en la obra Las de Barranco, y un vestido diminuto, que casi no tiene color.
Todo eso – ese laberinto de percheros – es parte de un proyecto que empezó, cuenta Marcelo, a fines de 2016. “Antes todo esto estaba en una casa alquilada y estaba en muy malas condiciones de conservación. Pero empezamos un proceso de rescate, selección y clasificación”.
Este espacio que huele a telas y a historia, quizás sea, justamente, un lugar sin tiempo: como si en esos trajes estuviera intacto todo lo que fue la Comedia Nacional, todo lo que es, aún hoy, la Comedia Nacional.
Después de más de dos horas Juan dice que, si quisiéramos, podríamos estar un día entero
recorriendo el teatro. Y aún más: el Solís es un lugar tan sublime como bestial.
Fotos: Estefanía Leal
Diseño TI El País